Fue un acto imperdonable de soberbia y Dios se apresuró a descargar su cólera sobre los alegres pecadores. Les perdonó la vida pero no su lengua: como describe el Génesis 11:7, para desbaratar la empresa de aquellos blasfemos, lo único que necesitó hacer Dios fue «confundir su lenguaje, de modo que no entienda cada cual el de su prójimo».
Miles de años después seguimos balbuceando. Según los lingüistas, existen unas 1.500 lenguas diferentes habladas en el mundo actual. Y aunque nadie sugeriría que esta multiplicidad de lenguas es la única razón de que el mundo esté tan poco unido, ciertamente es algo que impide que haya una cooperación más estrecha.
Y nada nos recuerda más esta inconveniente realidad que las Naciones Unidas. A principio de los cuarenta, cuando se fundó, los funcionarios propusieron que a los diplomáticos se les exigiera hablar una sola lengua, una restricción que facilitaría las negociaciones y que simbolizaría la armonía del globo. Pero las naciones miembro pusieron objeciones (cada cual resistiéndose a abandonar su identidad lingüística) de manera que se llegó a un término medio; a los embajadores de las Naciones Unidas se les permite hablar una de las siguientes cinco lenguas: chino mandarín, inglés, ruso, español o francés.
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